Artículo: Fundación Mis Talentos
La inclusión partió en casa, cuando sus padres se negaron a excluirla por tener una condición diferente. Luego partió el desafío mayor: que un colegio regular la recibiera y se adecuara a sus necesidades.
Teresa Camus Rojas nació con Trisomía 21, se graduó de cuarto medio en un colegio tradicional y fue a la universidad. Hoy trabaja con contrato, imposiciones y horario. Este es el relato de una familia y de un grupo de docentes que, con su porfía, construyeron un futuro para ella y abrieron un camino de inclusión.
A las diez de la mañana, Teresa Camus, quien en octubre cumplirá 27 años, llega a Dimerc S.A. -una empresa de distribución de artículos de escritorio a gran escala en Renca- y se baja del auto de su madre. Le tomará una hora hacer su primera tarea del día: recorrer los tres pisos del edificio para saludar a cada uno de los empleados. Es su rol como Jefa de la Alegría.
Después se convierte en funcionaria. Se instala en su computador última generación y comienza su segunda tarea, que le tomará, con un intervalo para almorzar, hasta las cuatro y media de la tarde. Desde el Departamento de Cobranzas, atiende, vía e-mail, a los vendedores: recibe sus pedidos de facturas y órdenes de compra, se comunica con Contabilidad y, cuando están listas, las despacha. No se equivoca. Antes de irse, religiosamente, llena una hoja con su autoevaluación del día. No miente.
Teresa tiene síndrome de Down. No entiende de abstracciones, nunca estudió la regla de tres ni precipitó en un tubo de ensayo. Demoró cuatro años en aprender a leer. Las fracciones las aprendió con pedazos de torta.
Pero Teresa se graduó de cuarto medio.
Más tarde, en el living de la casa familiar en La Dehesa, su madre, la arquitecta Marianella Rojas, dirá, con un nudo en la garganta:
-Alguien se atrevió a pensar que ella podía usar un computador. Y nosotros nos atrevimos a creer.
Pero el verdadero desafío del matrimonio comenzó cuando la niña estuvo en edad de escolarizarse. Marianella y Manuel recorrieron todo Vitacura -y después La Dehesa, a donde se mudaron cuando Teresa tenía 4 años- hasta dar con jardines infantiles que la aceptaran. Finalmente aterrizó en el colegio Juanita de Los Andes, donde estudiaban sus hermanas. Su madre recuerda:
-Las educadoras al principio no veían cómo podían ayudarnos, no estaban preparadas. Era fines de los ochenta y en Chile un niño con Down ¿cómo podía pretender estudiar? Nosotros usamos dos estrategias: no pedíamos un favor, sino que explicábamos que nuestra hija no era anormal, solo tenía una capacidad diferente; y nos poníamos a total disposición de las profesoras. Yo siempre supe, siempre estuve convencida de que éramos nosotros quienes teníamos que abrir la puerta, nosotros los que teníamos que ir haciendo camino.
Usaban igual estrategia en los cumpleaños -las otras mamás se aterraban, no sabían cómo tratar a la niña- y Teresa nunca faltó a uno.
A sus padres los demás les sugerían cirugías para el rostro de la niña, distintos tratamientos estéticos. “¡Jamás pensamos en hacerle nada! ¿Por qué íbamos a disfrazarla? Ella tenía Down y nada iba a cambiar eso”. En algún momento pensaron no construir piscina en la casa, pero las mayores reclamaron. Manuel recuerda:
-Nosotros mismos habíamos construido nuestra casa. Lo pensamos mucho y optamos por hacer la piscina. Si Teresita no quería correr riesgos, tenía que aprender a nadar. Mejor que lo hiciera aquí. Así como hace dos años en Dimerc alguien le pasó un computador y ella aprendió a trabajar; si queríamos que nadara, ¡tenía que tirarse al agua!
A nivel escolar, mientras la niña asistió a kínder y prekínder, todo anduvo bien. Pero un 14 de diciembre -sus padres jamás olvidarán la fecha- cuando ya habían llenado la ficha para que comenzara primero básico en el Juanita de Los Andes, recibieron un llamado. Después de varias reuniones -era fines de 1994- entendieron que Teresa no podría seguir en el colegio. Tenía que separarse de sus hermanas. Paula Cruz, quien era rectora en ese momento, explica:
-En ese momento efectivamente no nos sentimos capacitados, porque significaba tener especialistas, formar más a los profesores y nos dio realmente impotencia decidir. Con mucho dolor y mucha frustración le dijimos a la Teresita que se fuera, pero nos quedamos con la inquietud y de ahí empezamos un proceso largo de reflexión hasta que decidimos incorporar a hermanos de familias del colegio con necesidades educativas especiales.
Los Camus Rojas, sin embargo, no se dejaron desalentar por esa decisión. Manuel dice:
-Siempre creímos que ella podía aprender. Esa fe nunca nos faltó. Que ella podía, que llegaría más lejos. Que se podía. En ese colegio nos preguntaron que qué pretendíamos, que para dónde íbamos. Les dijimos que no había límites. El Juanita no se atrevió con la Tere.
Dolidos, pero no enojados, aseguran, se pusieron a indagar por otros lados. Y una noche, durante una comida, Marianella habló de su dolor y dijo una frase que resultó definitoria para quienes la escucharon:
-Dije que nosotros lo que queríamos era que la sociedad le diera una oportunidad. Pero que si no estudiaba, no la tendría. Nosotros queríamos y necesitábamos un colegio normal, con niños como todos. De ahí en adelante, dependía de ella.
En la mesa había una profesora de la Institución Teresiana, un colegio de iglesia que sigue los postulados de sus fundadores laicales en España y que trabaja por la inclusión.
Al otro día los Camus Rojas recibieron un llamado que cambió el destino de su tercera hija.
La directora de la Institución Teresiana, Eliana Corbett, una mujer madura de mirada incisiva y que dirige hoy a mil 320 niños y niñas, se arreboza en su chal color jacinto para decir:
-Cuando llegó Teresita Camus, en 1995, fue algo nuevo para nosotros. Ella acababa de perder su colegio, sus papás no sabían qué hacer, estaban desesperados. Habían tomado contacto con una experta española en inclusión y, finalmente, llegaron a mí. Nunca habíamos tenido a un niño con Down. Teníamos experiencia con discapacidades físicas: sordos; niños con enanismo; no videntes. Pero un Down, no. Yo los miré de frente y les dije: “Si ustedes se atreven, yo me atrevo”. Ella fue nuestra primera alumna con discapacidad intelectual, aunque nosotros hablamos de capacidad diferente.
Teresa fue la primera y marcó hasta hoy, en su espíritu y en la práctica, al colegio de avenida Isabel la Católica. No fue fácil. Las profesoras, recuerda Eliana, llegaban aterradas a su oficina:
-No se sentían preparadas, la Tere les parecía una montaña a subir. Pero llegó Mónica Figueroa, profesora de primero básico, y me dijo: “Yo me atrevo”. Y partimos. Y abrimos el tema. Hoy tenemos 35 niños con capacidades diferentes -Asperger, disfasia profunda, trastornos del desarrollo- y a todos los acogemos como uno más. De ellos, quince tienen Down. Todos aprenden porque todos pueden aprender.
Hubo que adaptar currículos educativos y ritmos de enseñanza, transformar parte de las clases, desarrollar paciencia y sentido de la observación. Teresa se adaptó rápido y adoptó la costumbre de recorrer cada rincón del colegio y la dejaron que explorara. Los demás niños, poco a poco, la aceptaron y este nuevo entendimiento de la diferencia los enriqueció. Pasó algo más, recuerda la directora. “Después de que llegó la Tere empezaron a aparecer muchos hermanitos Down de otras familias. En bingos, kermeses, reuniones, aparecieron por primera vez. Era como si los hubieran tenido escondidos y ahora se atrevían a traerlos. Nosotros habíamos dado el primer paso”.
El colegio, de la mano de los padres comenzó a preparar el futuro de Teresa. Más profesores se interesaron en el tema de la inclusión, perdieron el miedo a lo distinto. La parvularia Karin Schroeder es una de las “acompañantes” de estos niños desde hace años en la institución. Su propia hija Caterina, estudiante de tercero medio, tiene Down:
-Con la Tere Camus empezamos un camino que se ha agrandado e intensificado. A medida que pasaba de curso, hubo que acercar el aprendizaje a lo que ella entendía: son alumnos que tienen dificultades con los conceptos abstractos, entienden con ejemplos concretos. Hay que concretizar todo y trabajar con mucho apoyo visual para que avancen.
Era fundamental, dice Eliana Corbett, respetarle sus ritmos porque el síndrome de Down exige mayores tiempos. Desde ponerse un chaleco a aprender una suma.
Se dieron cuenta de que Teresa era buena para los números y para la computación.
-En cambio, aprender a leer le costó. Para ella inventamos un método especial, pero recién en cuarto básico leyó bien. Era una gran lectora y me acuerdo que decía que quería ser periodista porque le gustaba escribir. Fue más lenta, pero hay niños que han dado más y más rápido. Con ella usamos el método Lesmes de lectura y escritura, pero lo adaptamos con mayor visualidad, dice Eliana.
Ahora que Teresa Camus dejó el colegio hace varios años, su marca perdura. “Ya vamos en el sexto encuentro de colegios para hacer camino en el tema de la inclusión. Son todos de iglesia, por ejemplo, el Monte Tabor, el Juanita de Los Andes, Notre Dame, Manquehue. Hay un comité especial, también integrado por nuestros alumnos con capacidades diferentes. Ellos dan su testimonio, es muy impresionante”, dice Corbett.
Cuando Teresa Camus se graduó de cuarto medio empezó otro desafío.
Desde que nació, a la Tere la incluimos en todo. Si tú revisas nuestros álbumes de fotos la verás en todas las poses y a cualquier edad: arriba de las motos, de los esquís, metida en el mar o cerro arriba con bototos. Todo lo que sus hermanas hacían, ella quería hacerlo. Y lo hacía, pero adaptado a su ritmo -recuerda su padre, el arquitecto Manuel Camus.
Con razón, al salir de las Teresianas, a la adolescente no le cupo duda: ella también iría, como sus hermanas, a la universidad. Habla su mamá:
-Con Manuel nos miramos. La universidad nos parecía otra cosa, eran palabras mayores. Ella insistió y tenía razón.
No dio la PSU, sus padres consideraron que era poco realista. Descubrieron que dos casas de estudio -la Andrés Bello y la Central- tenían programas especiales para estudiantes con alguna discapacidad intelectual. Optaron por la Central y Teresa se matriculó en el Programa de Formación e Integración Socio-Laboral, que hizo en tres años. Ahí se esponjó. “La teníamos bien protegida y fue como un salto a la vida para ella. Tuvo que soltarse, iba sola a la biblioteca a sacar fotocopias, al casino. Ganó independencia. Al principio estábamos aterrados, pero tuvimos que soltarla. En su curso había 16 alumnos con capacidades distintas y tres con Down. Le creció la autoestima”, recuerda Marianella Rojas.
¿Y qué aprendía esta alumna? A desarrollar sus condiciones de empleabilidad, sus habilidades sociales, el uso del tiempo libre. Teresa y sus compañeros recorrían Santiago para conocer la ciudad, aprendían a tomar el metro y las micros, a pagar una entrada en la boletería de un cine, a ver un museo. Y el uso básico del dinero: a contar el vuelto, a pagar lo justo, a diferenciar las monedas. Cosas concretas, cosas para la vida. Y a interactuar. A adaptarse a gentes y paisajes desconocidos.
Al terminar, hizo tres prácticas profesionales. Fue asistente de recepción en la Ciudad Deportiva de Iván Zamorano, le fue bien. En los supermercados Montserrat, fue administrativa. Y en “El Mercurio” ayudó en el área de Contabilidad: incursionó en computadores y entregaba correspondencia.
Y al finalizar el proceso, apareció la oportunidad en Dimerc S.A. :
-Un apoderado de las Teresianas era su gerente general. Y le dio la posibilidad. “Probemos qué pasa”, nos dijo. Y ahí está hoy, muy feliz, va en el segundo año. Para ella su trabajo es lo vital de su vida, además de su familia. No por eso no hace otras cosas: tiene pololo y va al gimnasio. Pero el trabajo le da estructura y sentido a sus días; por ejemplo, se muere si se atrasa. Para estos niños los horarios y las rutinas son sagradas, advierten Manuel y Marianella.
Teresa Camus, a sus casi 27 años, trabaja con contrato fijo, imposiciones y beneficios sociales, los mismos de cualquier empleado en Chile. Y dice:
-Voy a llegar tarde hoy por esta entrevista. Mi trabajo me encanta y mis jefes me gustan mucho. Nunca llego tarde, allá soy feliz. Cada día saludo a todos, subo los tres pisos y voy escritorio por escritorio saludando. También les hago cinco minutos de ejercicios. Después ya llego a mi computador.
Lejos de Renca, en Las Condes, las paredes de su antiguo colegio hacen eco de las palabras de la directora Eliana Corbett cuando dice:
-Teresita probó que se puede. Seguimos probándolo todos los días. Se puede. La inclusión se logrará cuando en Chile se reconozca que la diferencia es un aporte. Que la diferencia enriquece. Y seremos más grandes como país.-